Patricia Ortega Dolz
Madrid
14 ENE 2018
EL PRESUNTO ASESINO DE DIANA QUER, ENRIQUE ABUIN GEY, A SU SALIDA DE SU VIVIENDA TRAS UN REGISTRO. OSCAR CORRAL EL PAÍS |
La Sección de Análisis del Comportamiento Delictivo de la Unidad Técnica de Policía Judicial de la Guardia Civil la componen cuatro psicólogos y un criminólogo. Su misión, desde que fue creada en 1994, es apoyar a los investigadores y analizar todos los aspectos de la personalidad de la víctima y del sospechoso que sirvan para priorizar las hipótesis y líneas de investigación, también las estrategias para actuar sobre los presuntos implicados y aportar detalles que apuntalen los indicios incriminatorios. Casi siempre se les llama para elaborar un perfil en crímenes de autor desconocido, casos en punto muerto. Los responsables de la investigación de la desaparición de Diana Quer, el 22 de agosto de 2016 en A Pobra de Caramiñal, les llamaron hace unas semanas. La denuncia por una agresión de una joven en Boiro (A Coruña) el 29 de diciembre les hizo sospechar que podía tratarse del tipo que figuraba en su lista como “sospechoso número uno”, Abuín.
Un caso claro
En un caso que los investigadores aseguran que tenían claro, pero que un juez archivó en abril “por falta de pruebas”, no se podían permitir fisuras. Los psicólogos llegados de Madrid jugaron un papel crucial, según dijo el coronel Sánchez Corbí, después de que El Chicle confesara y ubicara el cuerpo de la joven en un depósito de agua de una antigua nave de Asados (Rianxo). Allí la encontraron, sumergida, desnuda y atada a dos bloques de hormigón. Casi 500 días después el caso quedaba listo para ser juzgado, y unos padres vapuleados por los medios podían por fin enterrar a su hija este jueves y descansar.
De El Chicle los investigadores lo sabían casi todo tras más de un año siguiéndole los pasos. Conocían su fanfarronería, sus escarceos, sus infidelidades, su desapego hacia su mujer y su hija, su apego a sus padres, sus aficiones al running y a los coches, su tendencia a exhibir públicamente lo que para él eran logros pero, sobre todo, conocían sus preocupaciones: “Sabía que le seguían y actuaba en consecuencia”. Todo eso fue clave en un interrogatorio en el que los agentes midieron muy bien los tiempos: 72 horas que dijera dónde había dejado el cuerpo. “Al quedarse sin la coartada de su mujer, tuvo que reconocer que la había matado, pero dijo haberla atropellado y arrojado su cuerpo en un lugar en el que no podía ser encontrado: unas tierras movidas, una ría... Quería convertir el caso en otro Marta del Castillo”, dice un investigador.
Ante ese previsible comportamiento mentiroso los psicólogos les asesoraron. Tenían que ganarse su confianza. Había que dejarle hablar de él, para que se sintiera cómodo porque le gustaba hablar de sí mismo. Y que, poco a poco, le fueran poniendo frente a sus contradicciones. Al final, El Chicle, desesperado y acorralado, confesaría el lugar en el que estaba el cuerpo convencido de que esa familia no se merecía no poder enterrar a su hija. Como un último acto de bondad. Incluso llegó a agradecerles a los investigadores la liberación que sentía al finalizar el interrogatorio.